En esos tiempos no había telefonía celular, ni emails, ni webcams, ni Facebook. Las cartas certificadas tardaban una semana y las llamadas internacionales -además de que valían un ojo, un brazo, una pierna y un huevo- había que pedirlas a la operadora discando triple cero y esperar a que la buena fortuna de las comunicaciones analógicas bendijera con una conexión llena de ruidos, frituras y ecos, que sonaba como si el otro tuviera la cabeza dentro del inodoro y algún maniático tirara de la cadena cada medio minuto.

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