Cada vez que venía a casa, mi tío traía consigo no solo a mi abuela sino también su cámara de fotos siempre lista para volver eterna la inocencia de sus sobrinos, únicos chiquitos de la familia hasta entonces.Era verlo entrar, tan grande de porte, con su bigote pinchudo y sus ojos siempre celestes, y escondernos de sus dedos que buscaban cosquillas en nuestros cuerpitos infantiles. Era verlo entrar, y saber que junto con su mameluco azul y ese particular olor a cigarrillo venía también una seguidilla de flashes frente a cada monería, cada sonrisa sin dientes, cada berrinche por no querer hacerle caso a Mamá.

Yo era chica para ese entonces. Para cuando Mamá apareció con ojos raros a interrumpir la maratón de tele de un sábado a la mañana. Era muy chiquita para entender lo que quería decirnos entre lágrimas. Con doce años, cualquiera es chico para entender que el corazón, a veces, se rinde.

Desde ese día no volvió a entrar a casa más que su recuerdo.
El bigote se le volvió del color de la ceniza, y sus ojos celestes perdieron su brillo. La cámara de fotos, junto con otras pertenencias suyas, se instalaron en mi casa por tiempo indefinido.

No recuerdo mucho de esa época. Así como olvidé cuándo fue la última vez que lo vi o si le dije que lo quería, con el tiempo nos olvidamos de nombrarlo. Ahi fue cuando realmente murió.



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