En las conversaciones con amigos puedo reconocer ese timbre de voz, ese cliente que ellos llevan dentro. Los reflejos de las vidrieras me muestran convertido en el monstruo que tanto temo.

Lo peor es saber que quizá no haya una salida. Y que si la hubo fue hace ya mucho tiempo. De todas formas tengo que seguir buscando, antes que vea mi propio puño golpeando un mostrador pidiendo el libro de quejas.
 

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