Yo era chica para ese entonces. Para cuando Mamá apareció con ojos raros a interrumpir la maratón de tele de un sábado a la mañana. Era muy chiquita para entender lo que quería decirnos entre lágrimas. Con doce años, cualquiera es chico para entender que el corazón, a veces, se rinde.
Desde ese día no volvió a entrar a casa más que su recuerdo.
El bigote se le volvió del color de la ceniza, y sus ojos celestes perdieron su brillo. La cámara de fotos, junto con otras pertenencias suyas, se instalaron en mi casa por tiempo indefinido.
No recuerdo mucho de esa época. Así como olvidé cuándo fue la última vez que lo vi o si le dije que lo quería, con el tiempo nos olvidamos de nombrarlo. Ahi fue cuando realmente murió.