El hecho es que en mi gimnasio (en todos, supongo) habita una raza de superseñores, hombres con piernas como mi torso y torsos como mi Bravia. Tipos que hacen pesas como quien come pistachos y que, entre alzada y alzada, se contemplan en el espejo con un afán detectivesco inescrutable para mí.
Siempre están allí, no importa a qué hora vayas. Son una suerte de club secreto del pectoral hipertrofiado que pasan de una máquina a otra haciéndose bromas idiotas mientras la gente normal luchamos por nuestras vidas en las bicicletas estáticas.
Admito estar fascinado por estos tipos. Observar la forma en que admiran sus propios cuerpos frente al espejo es como mirar monos masturbándose; no es agradable, cierto, pero hay en esa imagen un magnetismo especial.